sábado, 29 de marzo de 2008

Evangelio Domingo 30 de marzo de 2008


Lectura de Santo Evangelio según San Juan: 20, 19-31

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en eso entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a ustedes”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: “Paz a ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”.
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo; a quienes ustedes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les queden retenidos”.

Tomás uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”, pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no lo creo”.

A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos: Llego Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a ustedes”. Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo: aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”.

Jesús les dijo: Porque me has visto has creído. Dichosos los que crean sin haber visto”.
Muchos otros signos que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.

Palabra del Señor
Comentario:

Dichosos… ¡aun sin verlo!
Nos encontramos en este Evangelio con un personaje que, aunque tiene un nombre y un rostro concreto, representa a un gran número de personas de todos los tiempos, y cómo no, también de nuestro tiempo. Y no me refiero a gente “de fuera”, a “gente alejada” o “sin formación”. Me estoy refiriendo a mucha gente, más de la que pensamos, a la que nos cuesta (incluyámonos todos) reconocer en el Resucitado al mismo que fue Crucificado. Por decirlo de manera bíblica: quien no haya sido alguna vez como Tomás, que tire la primera piedra.

Todos hemos querido alguna vez tener la certeza casi física de la presencia de Jesús Resucitado en nuestras vidas. Todos hemos querido meter nuestros dedos en el agujero de los clavos. Todos hemos querido meter nuestra mano en el costado abierto de Cristo. En definitiva, todos hemos sentido alguna vez el miedo de que el mensaje y la vida de nuestro Señor fuesen simplemente un
espejismo, una ilusión que esponjó nuestro corazón, pero que, ante la presión de las masas y la oposición de los poderosos, se deshizo como el azúcar en el agua.
Menos mal que tenemos a un Señor que nos conoce, que entiende nuestras debilidades, y sobre todo, que ha salido victorioso de su envite con el último enemigo. Por eso el Señor rompe nuestra
intimidad (¡entrando sin llamar!), capta nuestra atención (colocándose en medio) y nos dirige la palabra con voz grave y tranquilizadora: “Paz a vosotros”.

¡Exactamente lo que necesitábamos! Necesitábamos ese shalom de Dios, esa paz que inunda con todo lo bueno nuestras almas, que nos hace sentir la presencia del Espíritu en nosotros, y nos convierte en dichosos… ¡aun sin verlo!, nos hace dichosos justamente por no verlo.
Emilio López Navas

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